miércoles, 5 de octubre de 2011

EDIFICIOS SIN VENTANAS



Nuestra suerte está decidida por el juego entre la misericordia y la confianza” - M. D. Molinié.

En su discurso ante el Bundestag, Benedicto XVI ha calificado la razón positivista como edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos y sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios.

Nuestra época se parece, en efecto, a un gigantesco edificio sin ventanas. Un mamotreto de cemento, pesado, rectilíneo, sin sombras, funcional.

La comparación es brillante. El hombre de hoy día está rodeado de estímulos atractivos, que le dispersan; pero, lo que es aún peor, está sometido a la fantasía demoníaca de que él puede ser dios mismo: es la fantasía de la autosuficiencia, de la omnipotencia que le ofrece la ciencia y la técnica. Embotado por miles de distracciones, fragmentado en su ser, el hombre actual se deja llevar por la embriaguez del seréis como dioses de la serpiente. Es verdad que muchos de nuestros contemporáneos son edificios sin ventanas.

Edificios aparentemente limpios, con aire acondicionado y calefacción, con luces que iluminan los rincones. Edificios en los que no sobra nada - tampoco falta, pues todo está perfectamente calculado -; construcciones pensadas para un funcionamiento perfecto. A su modo son edificios bellos. El problema es que les falta vida, les falta Dios.

¿Se imaginan vivir en un edificio sin ventanas?, ¿no acabaríamos cansados de tanta luz artificial?, ¿no echaríamos de menos el sol, las nubes, el aire? Nos angustiaríamos, sentiríamos una falta que quizá no sabríamos dar nombre y todo ello a pesar de que nuestro magnífico edificio nos lo da todo.

Dice el Catecismo que “…el hombre ha sido creado por Dios y para Dios (n. 27). Cuando el hombre no vive para Dios, cuando lo niega o simplemente lo ignora, el hombre sufre. La raíz del dolor humano es el eclipse de Dios en nuestras vidas.

La fantasía demoníaca del seréis como dioses domina en el mundo occidental. Todos somos dioses, que hemos desplazado al único Dios. Arrumbados en un mundo hecho a imagen y semejanza de nuestras pasiones, retozamos plácidamente con nuestros delirios de grandeza. Pero en un edificio sin ventanas no se puede vivir. El cansancio, el malestar, la angustia y, sobre todo, el deseo de libertad nos empujan a salir de nosotros mismos para reencontrarnos en el único Dios.

Sin embargo, el encuentro con Dios no es fácil en esas circunstancias. El veneno de la idolatría a nuestro yo es tan grande que, incluso en los peores momentos, nos aferramos a él para defendernos del Señor. Ese edificio de cemento sin ventanas es el yo hipertrofiado del hombre postmoderno. A muchos de nuestros contemporáneos no les resulta suficiente su deseo de libertad, de verdad o sus decepciones acumuladas durante años. La ansiedad, el estrés, las rupturas matrimoniales, la soledad, las enfermedades no nos acercan a Dios, sino que nos anclan en nosotros mismos dejándonos exhaustos, sin esperanza.

Sólo un golpe de Gracia puede sacarnos de una situación como ésta. Lo único que nos salva es la Misericordia de Dios. Dios siempre nos espera y extiende su brazo para rescatarnos. Sólo espera de nosotros que hagamos un gesto similar. Es posible que nuestra tragedia no sea tanto todos los evidentes males de nuestra época, sino la dificultad de mover nuestra anquilosada mano en dirección al Dios que nos espera.

Nuestra tragedia es la falta de confianza en la Misericordia de Dios.

Edificios sin ventanas a la presencia de nuestros Señor. Edificios que impiden un resquicio de luz natural por el que se cuela una brizna de vida.

El cristiano actual tiene como misión horadar un mundo petrificado por la desesperanza.

Carlos Jariod Borrego

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