miércoles, 19 de octubre de 2011

EL CUERPO



«El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (1 Corintios 6,13).

Boletín ¡Ser discípulos! Aprende a defender tu fe.
Tema: Preguntas jóvenes.
Fuente: Libro preguntas jóvenes a la vieja fe. Autor André Manaranche.

IV. Tus preguntas sobre El Hombre.
El Cuerpo.
«A mi juicio, dices, el cuerpo es un obstáculo para el Espíritu Santo y una bestia de carga»

Tu opinión puede parecerles mística a algunos, porque privilegia lo espiritual. En realidad, expresa un dualismo muy grave que puede conducirte al extremo contrario, es decir, a la licencia moral. Por otra parte, me da la sensación de que te sientes mal contigo mismo y todas tus preguntas revisten un carácter moral:
-¿Qué piensa del aborto?
-¿Por qué la Iglesia prohíbe los anticonceptivos?
-¿Por qué las relaciones prematrimoniales no están permitidas?
-¿Qué diría a una chica que toma la píldora?

Todas estas preguntas remiten a un problema más hondo: «¿Qué dices de tu cuerpo Sígueme y verás como todas tus preguntas se reducen a este problema de fondo.

¿Ser o tener?
¿El cuerpo forma parte del tener o del ser? ¿Es un objeto que poseo o un componente de mí mismo? En el primer caso, es un estuche, una bolsa, un hábito intercambiable por cualquiera de mis cosas. En el segundo caso, soy un todo, hasta tal punto que la muerte me hace violencia porque introduce en mí una dolorosa separación. Lo sabes bien, y, por eso, me preguntas con un asombro comprensible:
«¿qué es un hombre sin cuerpo?, es decir, un alma sola.
Ahora bien, a menudo conviertes tu cuerpo y el de los demás en una cosa. Y de ahí vienen todos tus problemas.

¿Se puede disponer del propio cuerpo?
«La mujer es dueña de su cuerpo», dicen los eslóganes de la planificación familiar. ¡Bonita forma de plantear el problema de la regulación de la natalidad! Si la carne no fuese más que un material cualquiera, el aborto no causaría ningún traumatismo a la mujer. Si la carne fuese algo extraño al espíritu del hombre, los problemas psicológicos no acarrearían ese problema que se llama «somatización», es decir, la repercusión de lo espiritual sobre lo corporal. El problema es que no estás convencido de ello.

En primer lugar, estás preocupado por tener un cuerpo ideal y, para ello, estás dispuesto a manipularlo, retocarlo y hacerte la cirugía, para gustarte a ti mismo y a los demás. Actúas como un espíritu que pilotase una máquina, según la idea que Descartes tenía del ser humano.

Y después tratas de exprimir al máximo esta bolsa de placeres, buscando, por encima de todo, tu confort y tu comodidad. En esta búsqueda pides al cuerpo del otro lo que, evidentemente, no encuentras en la caricia de un sofá, y te prestas a este juego sin que haya ternura mutua, de manera mecánica, y cambiando constantemente de pareja. Te ofreces al instante, sin más, o le provocas.

De hecho, confundiendo el noviazgo con las relaciones prematrimoniales, ofreces tu cuerpo al otro como un cobaya, sin que haya compromiso alguno por ninguna parte. A partir de este test sueles evaluar el conocimiento de tu amigo(a) y las posibilidades de una eventual unión. Pero pronto constatas que este pretendido título de fidelidad no funciona.

Me preguntas: «¿Esto es moral Y yo te contesto:
«Eso no es sabiduría ni conduce a nada. Cuando la Iglesia te pide la abstención, no intenta importunarte ni interrumpir algo que funciona bien. Lo único que te dice es que lo que buscas no se obtiene de esa manera». La relación sexual sólo procura una experiencia de plenitud si conlleva el don incondicional de dos personas que desean amarse toda la vida. Sin esta donación mutua, no es más que un frotamiento carnal en la superficie de la piel y del consentimiento. No esperes ningún conocimiento verdadero de esta curiosidad, que se limita a realizar sondeos y a medirlos en el registrador de los estremecimientos. No, este juego sin alma no es el aprendizaje del amor. Por eso, muchos de los que se han ido a vivir juntos terminan renunciando a la idea del matrimonio: ya no quieren concluir nada, porque tal experiencia nunca será concluyente y, entonces, la persiguen hasta el agotamiento de la sensación. Ni por un momento habrán hecho un acto realmente humano y libre.

¿Se puede disponer del cuerpo del otro?
Lo mismo sucede con el cuerpo del otro. El feto, incluso cuando está desarrollado, parece a veces un tumor de la mujer; y algunos comerciantes se aprovechan de las rebajas para hacer productos de belleza con ellos. Se trata, pues, de una «cosa» que se opera y que se explota. En vez de acoger con cariño a este ser ya constituido, algunos esposos deciden autoritariamente si lo reconocen o no; se erigen en jueces para decretar si este objeto puede ser tratado como una persona. Es lo que se llama la dialéctica del dueño y del esclavo: éste sólo existe en la medida en que aquel le confiere la existencia. Al Creador, que les dice: «os hago un regalo maravilloso», el hombre y la mujer responder sin rubor alguno: «nosotros somos los que decidimos».

Suponiendo, incluso, que el niño haya sido aceptado, a veces se confía el objeto-embrión a una madre de alquiler, una especie de incubadora humana que funciona por dinero y con un contrato en toda regla. No hay amor por ninguna parte: sólo una cosa que se confía a una máquina que ofrece garantías ¿Qué podrá sentir un día el adolescente al que su madre cuente su nacimiento? ¡Es para traumatizarse! Por otra parte, a veces la madre de alquiler se niega a entregar el niño después del parto, porque el niño le parece suyo. No se puede trasplantar impunemente un niño en otras entrañas para recuperarlo después, como si fuese una gabardina que se lleva a la tintorería...

Se pueden también comprar otros cuerpos recurriendo a las prostitutas de todos los sexos y edades. Entonces, lo que se atreven a llamar «el amor» funciona al minuto y sin la menor ternura (aquí la ternura sería una trampa en las reglas del juego ya establecidas). Se entabla, pues, una relación hecha de desprecio mutuo. Desprecio del hombre por esta mujer que se vende a cualquiera y que se puede utilizar como se quiera; desprecio de la mujer así tratada hacia el macho que se sirve de ella como un instrumento de placer.

También se puede llegar a querer deshacerse de un minusválido o de un viejo, como si se demoliese un muro que estorba. Y todavía hay quien tiene la cara suficiente para hablar de «eutanasia», es decir «muerte bella», como si se prestase un servicio al enfermo, suprimiéndolo. ¿Quién puede encontrarse a gusto en tal operación? No es esta la actitud de la madre Teresa hacia los moribundos de las calles de Calcuta... La «muerte bella» es terminar la vida como una persona, en unos brazos llenos de ternura.

Todavía hay una última operación posible: el embellecimiento del cadáver que se realiza en los salones funerarios de América del Norte. Es como encontrarse ante un animal disecado del Museo de Historia Natural. El muerto es un objeto que parece que está vivo, para tranquilizar a los que vienen a visitarle por última vez. Y todo ello con el fondo musical de una composición de Mozart. ¡Qué angustia contenida se respira en esta comedia! Si has asistido al entierro de un monje, habrás descubierto inmediatamente la diferencia.

¿Tendremos otro cuerpo?
Hoy se habla mucho de la reencarnación. También tú me preguntas varias veces mi opinión de ella. Más adelante abordaré el tema en profundidad, pero déjame decirte ya desde ahora que la reencarnación es la consecuencia del cuerpo objeto. Al final de esta vida, piensan algunos, no queda más que sufrir o encontrar complementos: ya sea para pasar por pruebas purificadoras, ya sea para continuar un turismo que se juzga insuficiente. El alma pasa por las carcasas que sean necesarias para eliminar el mal por frotamiento (en el primer caso) o para apagar la sed de viajar (en el segundo). De esta forma, el dualismo es completo: de un lado, un espíritu independiente que no tiene nada que ver con el alma; del otro, una piel que, como las serpientes, se cambia tantas veces como sea necesario. Como ves, no se sale de la lógica que vengo denunciando.

Ahora bien:
a) El cuerpo es mi propio cuerpo, y no un disfraz disponible en cualquier teatro. Yo no tengo a mi cuerpo. Yo no soy ni un cuerpo. Pero yo no soy sin mi cuerpo. Para mí, ser es vivir, es palpitar en una carne. No es mi boca lo que besan, sin (yo en persona. No se dice a alguien: «mi corazón te presenta sus respetos.» Mis miembros no tienen nada que ver con esos autómatas manipulados a distancia que pueden verse en las fábricas modernas. Yo no maniobro mi cuerpo, ni asisto de lejos a sus evoluciones, ni le contemplo hacer su gimnasia. El amor no es el reajuste de dos mecanismos en un engranaje, sino la comunión de dos personas con todo su ser. Curiosamente, nuestra época se ufana de haber rehabilitado el cuerpo que se encontraba postergado, se dice. Y, sin embargo, es todo lo contrario: lo ha degradado, y, si lo cuida más, lo hace como si fuese un objeto que hay que mimar para que proporcione el máximo placer.

b) No tengo más que una vida y no dos. Una sola vida para amar, una sola vida para experimentar. El tiempo del viaje se termina con mi muerte corporal. «Y por cuanto a los hombres les está establecido morir una vez, y después de esto el juicio» (Hebreos 9,27). Resucitaré, porque mi alma no está hecha para permanecer separada; pero nunca me reencarnaré. Seré totalmente «yo», con mi cuerpo glorioso, pero no iré a revestirme del cuerpo mortal de otra persona.... que no puede prestármelo para dar otra vuelta a la pista, porque se ha convertido en polvo, y también ella debe resucitar un día.

c) No me salvaré por el desgaste, sino por la misericordia de Dios. No será la erosión la que elimine las huellas dejadas por mi pecado, sino la ternura de mi Dios, que provoca en mi corazón un fuego purificador y activa mi deseo del Reino.

d) La reencarnación no me dice absolutamente nada sobre la vida eterna: es un movimiento sin fin que no desemboca en nada, a no ser en mi disolución en el gran Todo. Si esto es así, no vale la pena purificarse, porque no hay que encontrarse con nadie. Nos arreglamos para ir de visita y no para ir a ahogamos.

Amigo mío, no te entretengas haciendo mezclas imposibles y fíjate en las incompatibilidades radicales que hay entre ciertas teorías y la fe cristiana. No intentes, pues, practicar la doble pertenencia. De lo contrario, estarás proclamando a los cuatro vientos que no has entendido nada del cristianismo.

Esto es mi Cuerpo.
Retén la frase de Jesús en la Cena: «Este es mi cuerpo entregado por vosotros». Esta frase se aplica a Él y, en cierto modo, también a ti.

El cuerpo de Jesús.
El cuerpo de Jesús es, a la vez, recibido y entregado. Al entrar en el mundo, mientras María ofrece su carne al misterio de la Encarnación, el Hijo recibe la suya para ofrecerla en sacrificio (Hebreos 10,5-7). No se la coloca, como un vestido, sino que se la apropia y la hace suya. «Lo que fue clavado en la cruz no era un disfraz», dice Paul Claudel. Su cuerpo es el que permite a Cristo decir «Yo», con su condición limitada y vulnerable. Es la traducción concreta de la palabra Emmanuel, Dios con nosotros. Es el signo por el cual se nos entrega en la Pasión y en la Eucaristía: no un pedazo de El, sino el mismo en persona. Su cuerpo es la humanidad llena de fiebre, en la que se abandona el Padre en Getsemaní. Resucitado, no se desencarna por eso, pero se hace tocar (Juan 20,27). Yo creería en El, haciendo abstracción de su carne y de los agujeros de su cuerpo, que, en adelante, son fuertes. Y, ciertamente, cuando hablo del cuerpo de Jesús, no olvido que está animado, y que es humano gracias a un alma. «Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame».

La Eucaristía hace intervenir el signo del pan y del vino. De esta forma nos entrega la presencia del Resucitado por medio de estas humildes cosas. Pero estas cosas han dejado de ser intermediarias para convertirse en «especies». Han perdido, no su química, pero sí su sustancia profunda, para convertirse realmente en el Cuerpo y la Sangre del Señor. No son símbolos, en el sentido normal del término, ni simples alusiones poéticas. Tengo, pues, todo el derecho y el deber de decir «Jesús» al Santísimo Sacramento, aunque en esta presencia real haya un aspecto provisional y limitado a nuestra tierra. Te digo todo esto porque me preguntas: «¿qué es la hostia absolutamente única - el Hijo encarnado y resucitado hace conmigo una especie de cuerpo a cuerpo por medio de este signo que es el alimento. De esta forma, va mucho más allá que el cuerpo a cuerpo de los esposos que no permite una tal interioridad y que no tiene una tal permanencia, pero se presenta en la misma línea y con la misma imagen (cf. 1 Corintios 6,16-17).

Con cuanta más fe comulgues, amigo mío, mayor será tu comprensión de la grandeza del cuerpo y de su maravillosa dignidad. No. El cuerpo no es un objeto manipulable, sino la persona en su aspecto concreto, el «» vibrante y amante. Ahora entiendes que uno no pueda divertirse con su carne sin destruir su ser profundo. Y también entenderás esta extraordinaria frase de Pablo a los Corintios, reprochándoles su impureza: «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (1 Corintios 6,13).

Tu propio cuerpo.
Es evidente, amigo mío, que no te has encarnado como el Hijo de Dios: tu carne es tu condición normal. Lo que eres no lo has conseguido, a pesar de que también tú entres en la misma dinámica del cuerpo recibido y entregado.

Tus padres no te han «infligido la vida», como dice Chateaubriand hablando de su nacimiento, sino que te la han dado, espero que con sumo gusto. Como decía Diana, dirigiéndose a su madre, que nunca había conocido porque la había abandonado recién nacida: «Gracias por no haber abortado; la vida es tu mejor regalo». Cuando dos jóvenes padres contemplan a su primer bebé en la cuna, no se extasían ante él de la misma manera que ante un coche. En la cuna hay ya una persona, cuyo destino es todavía desconocido, pero que ya lleva un nombre propio, no un nombre común. En cualquier caso, cualquiera que sea tu origen humano, Dios tu Padre te quiere y no puedes dudar de ello ni un instante. Y tampoco puede molestarte, como a los ateos de hace algunas décadas, que hubieran preferido no ser los hijos de nadie para poder ser totalmente libres.

Su cuerpo, un cuerpo que, evidentemente, no habían elegido, les parecía el signo de su dependencia respecto a sus padres y a su Creador. Querían ser libres, sin cuerpo y sin Dios. ¡Afortunadamente, esta época ha pasado!

Tú sabes que el hombre es imagen de Dios. Ahora bien, Dios es relación, en el interior de sí mismo, del Padre al Hijo en el Espíritu. Dios es también relación al exterior de sí mismo, que es lo que la Biblia llama Alianza. La imagen más bonita de esta Alianza es la del matrimonio. Y éste es el don de los corazones a través del don de los cuerpos. Tu cuerpo te permite, pues, vivir a imagen de Dios, estableciendo con el otro una relación amorosa y fecunda. Está claro que hay otras relaciones, además de la del matrimonio. Así pues, amigo mío, el cuerpo no es un obstáculo para el Espíritu Santo, como me decías al principio, sino un órgano del Espíritu Santo, aunque en ciertas condiciones. En la Visitación, María e Isabel hablan con sus cuerpos. María, embarazada de Jesús, siembra la alegría a su paso como una verdadera procesión. Y Jesús, desde lo más profundo de sus entrañas, hace estremecer a Juan, que da saltos de gozo en el seno de Isabel. Todo vibra al mismo tiempo, carne y espíritu... Incluso los enfermos y los minusválidos son capaces de brillar casi físicamente con un cuerpo deficiente.

Y, además, no hay donación de ti mismo si no se expresa con tu cuerpo y si no repercute en tu cuerpo. Ya sea casándote o aceptando el celibato consagrado, te comprometes a una manera concreta de vivir y amar que no sólo se desarrollará en el espíritu. De una u otra manera, toda ofrenda de ti seguirá las palabras de la misa: «Tomad y comed: esto es mi cuerpo entregado por vosotros» Entonces te convertirás en trigo del Señor, que será molido por los dientes de las bestias, como decía Ignacio de Antioquía antes de sufrir el martirio.

Por último, quiero suplicarte una cosa: que no repitas esa estupidez que a veces se sostiene incluso dentro de la Iglesia: que el cristianismo ha despreciado el cuerpo. Es verdad, sin duda, que en algunas épocas lo trato con dureza, porque lo creía capaz de lo mejor. Rompe con los estereotipos falsos. La cultura actual desprecia muchísimo más a esta carne con la que hace cualquier cosa, y a la que ha excluido totalmente de la zona del sentido y, por lo tanto, de la zona de la moral.

Autor: André Manaranche

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